
ESCORZO PARA UNA BIOGRAFIA
Sirvió al sueño de Napoleón peleando en los campos de Europa. En la fragorosa escuela de la guerra aprendió táctica y estrategia, movimientos envolventes y contra-ataques imprevistos. Hasta que sobrevino Waterloo y debió huir disfrazado en procura de salvar el pellejo. Buscando el confín del mundo vino a dar en la pampa argentina donde para sobrevivir abrazó el único oficio que conocía: la guerra. Un ejército nacional incipiente en 1819 le dio el alta con el grado de teniente segundo. De a caballo conoció un espacio desmesurado y bárbaro que lo subyugó. Combatió contra gente semidesnuda que montaba en pelo y al cargar –lanza en ristre– se golpeaba la boca ululando. Ignoraban las sutilezas de la guerra. Acaso eso los hacía aún más temibles: no sabían de honor ni de reglas. Hirió, mató, fue lanceado repetidas veces, vio morir camaradas y subalternos a los que había llegado a profesar estima. Fue ascendido a capitán y destinado al Regimiento de Húsares en la Guardia de Salto. El espíritu de orden inherente a su formación prusiana lo llevó a combatir al nómade con denuedo. Valiente hasta la temeridad se hizo de un nombre en el desierto anónimo. A sangre y fuego extendió la frontera interior de un país que no era el suyo: por dos veces se internó hasta Sierra de la Ventana en el corazón del territorio indio. Hasta que por un extraño sino canjeó la gloria conquistada por la incertidumbre de la guerra civil, optando por Lavalle. Un 28 de marzo de 1829, el coronel Federico Rauch fue derrotado en Las Vizcacheras por un ejército de indios federales al mando del cacique José Luis Molina y el caudillejo Miguel Miranda. Maneado como res quedó tendido en el pasto mientras los vencedores remataban a los heridos, saqueaban a los muertos, festejaban con alaridos su triunfo. Mientras esperaba turno cerró los ojos memorando su infancia. Volvió a su vieja casa y a olor a mar. A los veleros entrando y saliendo del puerto de Dancing. Vio caracolear los caballos enjaezados por las calles de París. Pasear mujeres de corset cimbreante; caer al descuido pañuelos perfumados. Volvió a deslumbrarse con el boato del Gran Corso en sus fiestas palaciegas. Hasta que una rodilla en la cintura lo devolvió a la pampa y una mano lo tironeó del pelo hacia atrás, desnudando en arco la garganta. Abrió los ojos: vio campo chamuscado extendiendo su soledad de cardo al infinito. Vio diseminados los cuerpos de sus soldados muertos enfriándose en posiciones absurdas. Vio la indiada mirándolo impasible procurando desentrañar si tenía miedo, el refucilo del facón empujándole el aire contra el cuello.